
Así que tomé la decisión más importante de mi vida. Criar sola a mis hijos.
Mi bebé tenía dos meses y mi hijo mayor, apenas un año. Sabía lo que significaba:
-
No habría ayuda. No habría coparenting.
-
Me tocaría hacerme cargo de TODO.
Seguro que no sabía lo que venía, pero la decisión ya estaba tomada.
Si no me casaba, no me traicionarían. Si no amaba, no me harían daño.

Así que me blindé antes de tiempo. Me hice fuerte. Aprendí a no pedir ayuda. A no confiar. A no depender.
Creí que esa “independencia” me protegía, pero lo que no entendía era que me estaba aislando… incluso de mí misma.
El ambiente en casa no era sano. Había amor, sí, pero cubierto de comentarios hirientes y dinámicas dolorosas que normalicé. Porque “familia es familia”, dicen.
Me casé a los 19.
-
No por ilusión ni por amor.
-
Sino porque parecía la única salida.
-
Huir de casa me daba la ilusión de libertad.
-
Pero solo encontré otra jaula.
-
El matrimonio no fue un hogar feliz.
Fue desgaste, fue ausencia, fue un esposo que cada fin de semana desaparecía entre el alcohol y la fiesta.
-
Yo lo esperaba. Pero no con ilusión.
-
Lo esperaba con rabia, con frustración.
-
Más corajes que momentos bonitos.
Esperando que cambiara. Que las cosas fueran distintas.
Pero claro que no lo fueron. ¿Cómo lo serían si todo ya estaba mal desde el inicio y yo solo me adapté?

Acerca de mí
Mientras otras niñas soñaban con vestidos blancos y finales felices, yo tenía otro plan. Recuerdo estar en la cocina del apartamento en el que vivíamos en la Ciudad de México. Mi mamá preparaba la comida, y yo, entre charla y ayuda, lavaba jitomates o le pasaba lo que iba utilizando. Esa era nuestra rutina. Platicábamos mientras ella cocinaba y yo aprendía de ella, de la vida, de lo que significaba ser mujer.


Un día, mientras revolvía algo con más entusiasmo que técnica, le solté mi declaración de vida:
Mi mamá levantó la vista de la estufa con una ceja arqueada, pero no dijo nada.
Yo seguí, convencida de mi plan:
—Voy a tener una hija, pero sin marido. No lo necesito.
Le expliqué todo como si fuera una estrategia de negocios:
-
Cuando creciera, iría a un antro, encontraría al hombre más guapo, me embarazaría y nunca volvería a saber de él.
-
Sin compromisos. Sin llamadas. Sin historias complicadas.
-
Solo mi hija, mi mamá y yo.
Recuerdo su risa ligera, como quien escucha una ocurrencia de niña. Pero yo hablaba completamente en serio. Y esa idea no salió de la nada.
Crecí en una casa donde las relaciones no significaban amor, sino control, sacrificio y traición. Desde niña entendí que el matrimonio no era un refugio seguro, sino un campo de batalla donde se ganaban cicatrices invisibles. Vi una infidelidad en mi familia.
Era demasiado pequeña para entender todo, pero sentí el dolor de cerca. Vi cómo esa traición se convertía en silencios largos, discusiones detrás de puertas cerradas, y miradas cargadas de algo que no entendía, pero que dolía.
Migré a Estados Unidos y empecé desde cero.
Sin dominar el idioma.
Trabajando literalmente en lo que fuera —y cuando digo “lo que fuera”, me refiero a TODO. Porque las mamás hacemos lo que sea por sacar adelante a nuestros hijos.
Durmiendo poco.
Con el cuerpo colapsando: anemia crónica, desórdenes alimenticios, migrañas que me dejaban en el hospital.
Fui diagnosticada con depresión y estuve bajo medicación durante más de cinco años.
Pero el verdadero colapso no venía del cuerpo. Era la densidad de mi alma cargando años de silencios, exigencias y heridas no sanadas.
Vivía con angustia, sintiendo que el mundo se me caía encima, actuando como si todo estuviera bien. Para que mis hijos no notaran que yo no sabía qué hacer. Que no tenía idea de cómo iba a pagar la renta. Que no tenía ni puta idea de qué seguía.
Y entonces, el universo me mandó otro quiebre: el fin de una relación. No era la primera vez que algo se rompía dentro de mí. Pero esta vez fue distinta.
-
Porque por primera vez, vi con claridad que yo también había sido parte del problema.
-
Pude asumir mi responsabilidad.
-
Había actuado desde mi herida.
-
Había construido un muro tan alto que ni quien de verdad quiso quedarse pudo entrar.
%20copia.jpg)

Ese fue mi punto de inflexión. El primer momento en que dejé de culpar al mundo...
Y empecé a preguntarme: ¿qué tengo que mirar dentro de mí?
Ahí empezó mi verdadera transformación.
Y no, mi vida no se volvió perfecta.
No siempre tengo claridad.
No tengo todas las respuestas.
Pero ahora sé hacerme las preguntas correctas.
Hoy acudo a mis herramientas.
Durante años pensé que lo mejor que podía hacer por mis hijos era darles lo que yo no tuve.
Hoy sé que lo que más necesitan no se compra.
Se ofrece desde el alma:
💛 Tu tiempo.
💛 Tu presencia.
💛 Tu ejemplo.
También entendí algo más grande:
-
No soy solo su madre.
-
Soy el alma que eligieron para esta experiencia humana.
-
Mi misión no es moldearlos. Ni proyectarme en ellos. Es acompañarlos.
Y para poder guiarlos a ellos, primero tuve que aprender a guiarme a mí misma. Hoy, cuando la vida me sacude, no huyo. Uso mis herramientas.
-
Para entenderme.
-
Para transmutar.
-
Para vibrar en sintonía con la mujer que estoy construyendo.

La conciencia despierta no es un destino. Es un regalo constante. Un camino de regreso a ti.
Uno donde cada día puedes observarte, reconocerte y transformarte.
-
No es suerte.
-
No es magia.
-
Es trabajo interno.
Y si estás leyendo esto, no es casualidad. Tú también eres parte de esta generación de mujeres que está rompiendo patrones.
-
Que se está eligiendo.
-
Que está lista para una vida con más claridad, más expansión, más libertad.
Lo que hoy es supervivencia puede convertirse en plenitud.
Este recurso te ayudará a despertar conciencia y dar el primer paso hacia una nueva versión de ti.
¿Quieres contarme tu historia?
¿Quieres saber cómo elevar tu vida a otro nivel?
No estás sola. Pero solo tú puedes dar el primer paso.